Castillo de Westfield – País de Gales
Totalmente inaceptable-susurró Mr. Baton. Había encontrado una minúscula brizna de césped que sobresalía por encima del resto en el gigantesco jardín y la examinaba con cara de reprobación.
Inadmisible-repitió para sí. Anotó en su libreta reprender al viejo jardinero por aquella falta.
Mr. Baton llevaba escrupulosamente su lista de faltas y reprimendas desde el día que fue nombrado mayordomo del decimoquinto Lord de Westfield. Se incorporó despacio y alisó su anticuado traje.
Lord Westfield apareció a paso vivo tras unos parterres de flores, se atusaba su gran mostacho mientras avanzaba, Baton conocía demasiado bien ese tic nervioso del anciano.
-¡BATONNNNN, BATONNNN!-¿Dónde está este maldito muchacho?-
-Aquí my Lord, a su servicio.-respondió solícito Mr.Baton.
-¡Ah, por fin! Muchacho, nunca estas en el lugar adecuado-Bramó el delgado y viejo Lord.
-Lo siento milord, prestaré más atención a mis labores en el futuro.- Aunque Baton pasaba largamente de los 60 años siempre sería un muchacho para el viejo aristócrata.
-¡Espero que recuerdes qué día es!-soltó a pocos centímetros de la cara del mayordomo.
-Por supuesto, milord, hoy esperamos a los inversores asiáticos. El Sr. Chang y su compañía se harán cargo de la restauración del castillo si lo que ven hoy les convence. -Mr. Baton aguantó tranquilamente la mirada del noble.
-Inversores, sí… ¡piratas, usureros, mercachifles!- El resto fue una retahíla de insultos en gaélico sin traducción posible. La cara de Lord Westfield alcanzó un tono tan rojo que el mayordomo pensó que podía sufrir un ataque.
-Milord… permítame sugerirle que ha de tranquilizarse. Son un mal necesario, un último cartucho por así decirlo.
El anciano trato de fulminar con la mirada a su sirviente, pero fue en vano. Los días en que podía intimidar al servicio habían pasado hace décadas.
-Enséñame lo que has preparado-las palabras sisearon desde debajo del gran mostacho.
Mr. Baton inclinó levemente la cabeza y con el brazo señaló elegantemente las escaleras que ascendían hasta la terraza de baile en la zona alta del jardín, allí se había dispuesto una enorme mesa de caoba cubierta por un mantel. Era evidente que los mejores días del tejido ya eran pasado, durante lustros numerosas generaciones de polillas habían prosperado gracias a él.
-¿Dónde están la cocinera y los pinches?-preguntó Lord Westfield. – Han de presentarme lo que han preparado… ¿Muchacho? ¿Donde están?
-Hace años que los despidió, milord –respondió Mr.Baton.
-¿Yo? Oh, cierto… cierto… pandilla de chupópteros desagradecidos… ¿sabes que pretendían que les pagase un sueldo mensual?
-Inaudito milord, qué atrevimiento por su parte-Baton suspiro sonoramente. Desde aquel lejano día también se encargaba de la cocina. El anciano no le prestó atención alguna.
-Ah…mira qué maravilla…-algo parecido a una sonrisa apareció en su arrugada cara- Mis quesos… La obra de toda una vida, Baton. Durante años investigué y trabajé para conseguir estas maravillas.
Baton alzó levemente una ceja, recordaba bien cada una de las veces que el aristócrata le ordenó robar las distintas formulas en varias queserías de Europa mientras él esperaba en la oscuridad dentro de el Land Rover y cómo un puñado de cocineros fueron despedidos por no conseguir replicar cada uno de los quesos.
-Qué aroma…. acércate muchacho, vamos, respira esta fragancia…-La figura del anciano pareció crecer mientras olisqueaba los platos.
En distintos platillos de fina porcelana Baton había colocado una gran cantidad de quesos listos para saborear.
-¿Por qué no has usado la vajilla buena, muchacho?-De nuevo el color rojo regresó al rostro del anciano.- ¡Está picada y desgastada!-gritó.
-Es la buena, milord, lo que queda de ella al menos…-añadió entre suspiros.
Años atrás una animada conversación con un funcionario del ayuntamiento había terminado cuando Lord Westfield descargó su escopeta de dos cañones en el salón. La vajilla buena, un oso pardo disecado y el retrato de Lady Yohana III se llevaron la peor parte. Incomprensiblemente el funcionario regresó con la policía al día siguiente.
-Si me permite, milord, le explicaré brevemente cómo he diseñado el ágape según sus instrucciones.-Baton pareció relajarse antes de comenzar con la disertación y comenzó a hablar.- A pesar de mis reticencias, milord, he dispuesto sus quesos acompañados de una amplia gama de vinos. Creo que aún no es tarde para insistir en lo atrevido de este aperitivo, pues…
-¡Tonterías!- le interrumpió el anciano Lord.
-No pienso gastar ni un solo chelín de más para esos malditos nuevos ricos…
-Como desee milord, permítame continuar.-Baton aclaro su garganta y comenzó a hablar.- Como bien sabe, los quesos y el vino pueden maridar a la perfección con un mínimo conocimiento de ambos. Para los quesos, por ejemplo, hemos de tener en cuenta el tipo de leche, la textura y el tiempo de maduración. Podemos recordar fácilmente una sencilla norma, cuanto más graso sea el queso necesitaremos un vino con más acidez. De esta manera el vino limpiará nuestra cavidad bucal con cada sorbo. Tengamos en cuenta que ciertas proteínas lácticas bloquean algunos de los receptores de los aromas del vino y que los taninos actúan de igual manera con los del queso-el mayordomo estaba disfrutando de su charla y prosiguió.- Tomemos como ejemplo este queso cremoso, acompañándolo de un espumoso como el cava español o un champagne, encontraremos matices maravillosos.
Baton tomó otro de los quesos de la mesa.
-Aquí tenemos un fantástico queso azul Stilton, de fuerte aroma y muy potente, un vino de Oporto y un concentrado PX funcionaran a la perfección. Y cómo olvidar estos tres quesos madurados: los ahumado, semicurado y curado. Un tinto de vivaz chispa, equilibrado, o un buen Rioja de maceración carbónica o mejor aún un Jerez, oh, sí… Un buen Jerez será perfecto para ese queso de oveja añejo de ahí.
Lord Westfield pensó que siempre había comido quesos cremosos con blancos jóvenes. Baton seguía hablando:
-En mi juventud en Francia pude tomar con asiduidad excelentes blancos secos con pedacitos de queso en aquellas tardes en la….
-¿A quién le importa tu vida muchacho?-preguntó el anciano- maldito seas, un mandril del Zaire podría hacer tu trabajo y charlaría menos…
-Por supuesto milord, mis excusas…
Baton recordó con nostalgia aquellos quesos tan potentes que acompañaba con delicados vinos. No pudo seguir con su ensoñación porque un sonido potentísimo llego desde la entrada de la finca.
-Ya han llegado, muchacho. Más te vale que todo esto sirva para algo –siseó mientras se tocaba ansiosamente su mostacho.
Cinco enormes todoterreno negros aparecieron a toda velocidad destrozando parterres y trozos de césped al frenar bruscamente delante de la terraza. En todos se podía ver el horrible logotipo de las empresas Chang.
-¡Qué demonios! ¡Panda de salvajes, malditos idiotas!-
Como un solo hombre, un pequeño ejército de guardaespaldas salió de los coches y formó un circulo rodeando uno de los vehículos. Un tipo extremadamente alto con gafas de sol y elegantemente vestido bajó de él.
-¡Sr. Chang! Por fin, por fin –gritó el aristócrata mientras palmeaba el hombro del extraño.
Este retrocedió espantado – ¿Qué hace, vejestorio… pero quién es usted? ¿Y qué es todo esto? Soy el asistente personal del Sr. Chang. Pero qué desastre… Retire inmediatamente toda esta feria, el Sr. Chang es intolerante a la lactosa, y ese alcohol… Es abstemio, odia todo esto, ¿pero quién está al cargo de este maldito sitio? Dios, qué cochambre, si se cae a trozos…
La cara de Lord Westfield se tornó granate, orejas incluidas, los ojos se le salían de las órbitas y respiraba como una res a punto de atacar.
Baton nunca supo de donde salió la escopeta, ni podía imaginar que el anciano pudiese ser tan rápido. La fortuna acompañó a todos en ese momento porque Baton hacía años que inutilizo el arma para evitar otra visita de la policía.
La policía apareció pasado un buen rato. Encontraron a Baton limpiando el estropicio y Lord Westfield todavía en el suelo, inmovilizado y disfrutando de la ración de Kung Fu que había recibido casi gratis.